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terminar la grada de cantera que corona el segundo piso de la casa
solariega de la Hacienda de Calibío existe una placa tallada que alerta
al visitante: “En esta casa vivieron distintas épocas D. Marcelino
Mosquera y Figueroa, su primer dueño; D. Joaquín Mosquera y Figueroa,
Regente que fue de España; D. Rafael Mosquera autor de la Constitución
del 43, y Julio Arboleda escribió el poema épico Gonzalo de Oyón”. Pero
antes, al más desprevenido transeúnte le hubiera llamado la atención, en
corredor frontal de acceso, la placa de mármol con esta evocación: “En
esta casa se decidió la batalla de Calibío el 15 de enero de 1814”. En
efecto, Calibío entra en la historia de Colombia con D. Antonio Nariño
derrotando a Juan Sámano. El Virrey se había hecho fuerte en la hacienda
desplegando las tropas españolas en la explanada delante de la muralla,
que circunda la mansión. En la dura contienda de cuatro mil hombres
luchando fue herido el joven José Hilario López y recogido por un negro
esclavo, sería más tarde López el Presidente que abolió la esclavitud.
En un pasadizo semiescondido de la segunda planta hay otra placa
recordatoria que reza: “aquí fue decapitado el coronel español Ignacio
Asín. Este veterano estratega invicto en las luchas contra las fuerzas
napoleónicas en la Península había sido enviado por Fernando VII para
apoyar a Sámano. Para Asín fue su primera y última gran batalla en
tierras americanas. Ya entrada la tarde, al percatarse Sámano que la
caballería de José María Cabal desbordaba los cuadros españoles huyó del
campo con unos pocos hacia la Cuchilla del Tambo, dejando la defensa de
la casona en manos del coronel Asín. En lucha cuerpo a cuerpo fue
tomada por los patriotas de Nariño, y su lugarteniente Rodríguez,
apodado “El Mosco” al encontrar herido arriba a Asín, lo decapitó de un
tajo, ensartó la cabeza en su lanza y bajó a presentársela a Nariño,
quien increpándolo por su acto de barbarie lo degradó arrancándole las
presillas. La historia recordará mas tarde a Rodríguez, resentido,
cuando, por la traición del Mosco, Nariño pierde la batalla de Tacines y
es hecho prisionero en Pasto. Quedó entonces, trunca la gesta
emancipadora. Pronto vendría la reconquista ibérica y el terror con el
pacificador Morillo que cegó lo más granado de los patriotas payaneses
en el fatídico año 16.
Calibío como Popayán estuvieron siempre en la frontera de la libertad:
en sus estancias, como en las de Coconuco, otras generaciones
compartirían la lucha con José María Obando, con D. José M. Mosquera y
Figueroa y sus cuatro hijos, los que habrían de ser el Gran General
Tomás Cipriano, cuatro veces Presidente, Joaquín el Presidente de la
Gran Colombia, Manuel José el Obispo mártir y Manuel María el
diplomático en Europa, entre otros tantos payaneses.
Hay otra placa conmemorativa en el gran salón de la residencia: “en esta
sala almorzó el Libertador el 30 de octubre de 1826”. A su regreso
triunfal de Junín y Ayacucho después de independizar cinco repúblicas
fue acogido en Popayán con los honores de héroe y entre los muchos
convites y bailes los Mosquera le ofrecieron un gran banquete en la
hacienda Calibío. Era la segunda estancia de las cuatro con que honró a
la ciudad y fue la más importante. Se alojó desde el 26 al 30 de octubre
en el antiguo Palacio Episcopal, invitado como huésped del Obispo
español Salvador Jiménez de Enciso, administrador del estadista
americano. Como fruto de esta convivencia el prelado obtuvo del
pontífice León XIII el reconocimiento por la Santa Sede de los nuevos
Estados como lo deseaba Bolívar, a pesar del compromiso vaticano con la
Santa Alianza.
Si no basta la memoria del olvido de estos y otros hechos que próceres,
generales, presidentes y literatos protagonizaron para la historia de la
patria, al ser borrados de sus páginas, todavía Calibío sería famosa
como que es la casona de hacienda más grande y fascinante entre las
coloniales del país.
Doscientos años atrás, en el apogeo del virreinato, la construyó D.
Marcelino en un hermoso paraje del Valle de Pubenza, antigua pertenencia
de la encomienda de D. Cristóbal de Mosquera, compañero de Belalcázar, a
una legua al norte de Popayán, rodeada de canales de agua en medio de
rojos robledales, de guayacanes, pomorrosos y circundada por murallas de
canyos rodados de piedra. Levantada en sillares de cantera con muros de
un metro de espesor, en dos plantas, amplios corredores apilastrados,
paredes enjalbegadas y profusión de finas maderas aserradas y torneadas
en barandas, ventanales y puertas con cerrajería artesanal. Con un área
construída en cerca de tres mil metros cuadrados, cubierta con unas
setenta mil tejas españolas, patinadas con cenizas volcánica y hongos
litofágicos, que le dan aquella pátina de viso gris tornasolado, la
planta tiene figura de L: por el frente, mirando al volcán Puracé, mide
cincuenta y cinco metros de longitud y por el lado sur el corredor
porticado de la llamada “cuadra de los esclavos”, más de sesenta metros.
La mansión está precedida en la entrada principal por un portalón de
ladrillo y teja que abre sus póstigos calados hacia el patio de los
naranjos, un amplio encierro de murallas, de las mismas dimensiones de
su homónimo de Sevilla en el barrio de Santa Cruz. A finales del siglo
XVIII se erigió al lado de la casona, cochera de por medio, una capilla
independiente, rectangular de una sola nave en tejas de tres aguas, con
fachada en columnas de ladrillo, arco y tímpano abocinado que hacia
fuera está a la altura de las campanas exteriores por su resonancia y
hacia adentro ilumina el coro capitular. Decorada con un altar a todo lo
ancho pintado al óleo sobre un lienzo y con valiosas obras de arte
religioso, entre ellas los cuadros del apostolario con marcos al pan de
oro donados al templo de San Francisco y hoy en el museo de Arte
Religioso de la ciudad. Al pie del atrio un espejo de agua, llamado el
lago de los patos, que refleja la capilla, la cual fue consagrada como
viceparroquia para todo el vecindario, dedicándose en la casa un
aposento para el capellán.
Para la edificación de todo este conjunto arquitectónico, verdadero
monumento al equilibrio de las proporciones majestuosas y al entorno que
lo circuye –donde convivieron amos y esclavos- se reunieron alarifes,
canteros, maestros de obra, ebanistas, torneros que a la par con los
siervos trabajaron largos años con toda clase de materiales y
herramientas de entonces. Era la edad de oro y por ende de magnificencia
en la construcción cuando en el Popayán colonial las familias emulaban
levantando mansiones, conventos, monasterios y templos enriqueciéndolos
con imaginería y joyas sacras.
De los Mosquera la hacienda pasa por herencia a los descendientes de
Julio Arboleda, quien fuera casado con una hija de D. Rafael Mosquera. A
su turno, Sofía Arboleda, su hija, la vendió a Ignacio Muñoz C., quien a
fines del siglo pasado la cedió en venta a Don Leonidas Pardo. Por
cierto, Don Ignacio, para reconciliarse, construyó, no una, sino tres
casas campestres a imagen y semejanza de la de Calibío: Belalcázar, de
los Valencia, Cauca de los Doria y la Ladera, en las cercanías de
Popayán. De la viudad de Don Leonidas, Doña Carmen Pino de Pardo, a los
Pardo, lego al yerno Don Carlos M. Simmonds y finalmente a los Simmonds
Pardo.
Es así como durante otro siglo mas esta herencia colonial ha sido
conservada con afecto por los descendientes, original e intacta hasta su
semidestrucción por el terremoto del Jueves Santo de 1983, que asoló a
la “Ciudad Fecunda”. Fieles a una constante histórica, Calibío como
Popayán corren en la actualidad triste suerte, unidas por igual destino,
sufrimiento y esperanza.
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